Cesa en la octava noche el ronco estruendo
de la sangrienta militar porfía;
el campo godo destrozado ardía
con llama que descubre estrago horrendo.
Rodrigo en tanto, su peligro viendo,
por ignorada senda se desvía
y, muerto Orelio, entre la sombra fría
herido y débil se acelera huyendo.
En vano el Lete con raudal undoso
el paso estorba al príncipe, a quien ciega
de cadena o suplicio el justo espanto.
Surca las aguas, cede al poderoso
ímpetu, expira el infeliz y entrega
el cuerpo al fondo, a la corriente el manto.
Leandro Fernández de Moratín.
Ninfas, la lira es esta que algún día
pulsó Batilo en la ribera undosa
del Tormes, cuya voz armonïosa
el curso de las ondas detenía.
Quede pendiente en esta selva fría
del lauro mismo que la cipria diosa
mil veces desnudó, cuando amorosa
la docta frente a su cantor ceñía.
Intacta y muda entre la pompa verde,
sólo en sus fibras resonando el viento,
el claro nombre de su dueño acuerde;
ya que la patria, en el común lamento,
feroz ignora la opinión que pierde
negando a sus cenizas monumento.
Leandro Fernández de Moratín.
-Siete duros al mes de peluquero;
para calzarme, nueve; las criadas
-que necesito dos- no están pagadas
si no les doy cien reales en dinero.
Diez duros al bribón de mi casero;
telas, plumas, caireles, arracadas,
blondas, medias, hechuras y puntadas
de madama Burlet y del platero...
noventa duros, poco más. -Noventa,
diez, siete, nueve, cinco... ¡Y la comida!
-¿No la quiere pagar, y somos cuatro?
-¿Y esto en un mes? -Si a usted no le contenta...
-Sí, calla. Bien. ¡Hermosa de mi vida!...
¡Ay del que tiene amor en el teatro!
Leandro Fernández de Moratín.